Tras 30 horas en aviones y aeropuertos, llegué a Madrid la noche del pasado jueves.
A la mañana siguiente, el despertar se hace extraño; la claridad no entra por la ventana tan temprano y se nota la ausencia de los graznidos de los cuervos.
Salgo a pasear por la ciudad y echo de menos las bocinas de los coches sonando sin parar. Me resulta difícil no prestar atención a las conversaciones de la gente, solo por el echo de que son en un idioma que comprendo. La gente camina por la calle a gran velocidad, como si el tiempo se les fuera a terminar sin haber llegado a su destino, todos pasan sin mirarse, sin hablarse, sin ni tan siquiera sonreir; aquí no llamo la atención por ser blanco.
Cuando estaba allí, al final me resultaba cansado tener que devolver el saludo a cada niño que me miraba y me sonreía, pero ahora aquí resulta triste ver la cara de terror y desconcierto de los niños cuando les miro y les saludo sonriendo.
Entro en el supermercado y me siento un tanto estúpido mirando en los estantes como sorprendido por lo que veo. Ciertamente, había olvidado la cantidad de productos que consumimos y que en estos últimos meses ni siquiera echaba de menos. La gran variedad de productos alimenticios precocinados y de tipo industrial que son creados únicamente para fomentar el consumismo; orientados a desarrollar la pereza y la desidia de quien los consume. Productos completamente imprescindibles, pero que provocan en la gente la necesidad de pensar en ellos buscando algún motivo para su consumo. Esto me ayuda a entender los diez kilos de peso perdidos durante estos meses.
Paseando por la zona de comercio veo carteles de "rebajas" y no puedo evitar pensar que, a pesar de haber dejado allí gran parte de mi ropa, me sigue sobrando la mitad de la que aun me queda.
Cumpliendo con uno de mis sueños durante el viaje de regreso, entro en el bar "La Campana" junto a la plaza mayor y compro un bocata de calamares y una lata de cerveza. Me siento en la plaza mayor a disfrutar del manjar y no soy capaz de estar sentado en el banco con los pies en el suelo; no se porque motivo tiendo a subir por lo menos un pie descalzo sobre el banco. Tal vez la costumbre de sentarse en el suelo haya hecho que me resulte incomodo sentarme normal.
Termino de comer y me levanto para tirar el envoltorio e, incoscientemente, me dirijo a la papelera descalzo; me doy cuenta de ello cuando una mujer y su hijo me miran raro.
Todo son pequeños detalles de hábitos creados durante estos meses. Hábitos que imagino se irán corrigiendo, no para mejor; sino simplemente para lo que en esta sociedad es aceptado como correcto.